Pero de repente surgen de Ia noche los aros de oro sobre el cuello de pieles, cuatro sombras. Se aproximan a una de que a Baitos le obliga a apretar los dien- las hogueras y el ballestero siente que se tes y los puños. jCuatralbo, cuatralbo de aviva su cólera, atizada por las presen- Ia armada del Príncipe Andrea Doria! ¿Y cias inoportunas. Ahora les ve. Son cua- qué? ¿Sera el menos hombre, por ventu- tro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco ra? También dispone de dos brazos y de de Mendoza, el adolescente que fuera dos piernas y de cuanto es menester... mayordomo de don Fernando, Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy jo- Conversan los señores en Ia claridad de ven, caballero de Ia Orden de San Juan Ia fogata. Brillan sus palmas y sus sorti- de Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano jas cuando las mueven con Ia sobriedad de leche de nuestro señor Carlos Quinto; del ademán cortesano; brilla la cruz de y Bernardo Centurión, el genovés, anti- Malta; brilla el encaje del mayordomo guo cuatralbo de las galeras del Prínci- del Rey de los Romanos, sobre el des- pe Andrea Doria. garrado jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño afirma Baitos se disimula detrás de una barrica. las manos en las caderas. El genovés Le irrita observar que ni aun en estos mo- dobla la cabeza crespa con altanería mentos en que la muerte asedia a todos, y le tiemblan los aros redondos. Detrás, han perdido nada de su empaque y de los tres cadáveres giran en los dedos del su orgullo. Por lo menos lo cree el así. Y viento. tomándose de Ia cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, com- El hambre y el odio ahogan al balles- prueba que el caballero de San Juan tero. Quiere gritar mas no lo consigue y luce todavía su roja cota de arnas, con cae silenciosamente desvanecido sobre Ia cruz blanca de ocho puntas abierta la hierba rala. como una flor en el lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura Ia Cuando recobró el sentido, se había enorme capa de pieles de nutria que le ocultado la luna y el fuego parpadea- envanece tanto. ba apenas, pronto a apagarse. Había callado el viento y se oían, remotos, los A este Bernardo Centurión le execra aullidos de la indiada. Se incorporó pe- más que a ningún otro. Ya en Sanlúcar sadamente y miró hacia las horcas. Casi de Barrameda, cuando embarcaron, no divisaba a los ajusticiados. Lo veía le cobró una aversión que ha crecido todo como arropado por una bruma durante el viaje. Los cuentos de los sol- leve. Alguien se movió, muy cerca. Re- dados que a él se refieren fomentaron tuvo la respiración, y el manto de nutrias su animosidad. Sabe que ha sido capi- del capitán de Doria se recortó, magnífi- tán de cuatro galeras del Príncipe Do- co, a la luz roja de las brasas. Los otros ya ria y que ha luchado a sus órdenes en no estaban alii. Nadie, ni el mayordomo Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero bramaban bajo su látigo, encadenados de San Juan. Nadie. Escudriñó en la os- a los remos. Sabe también que el gran curidad. Nadie: ni su hermano, ni tan si- almirante le dio ese manto de pieles el quiera el señor don Rodrigo de Cepeda, mismo día en que el Emperador le hizo que a esa hora solía andar de ronda, a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso con su libro de oraciones. se explica tanto engreimiento? De verle, cuando venía a bordo de la nao, hubie- ran podido pensar que era el propio An- drea Doria quien venía a América. Tiene un modo de volver Ia cabeza morena, casi africana, y de hacer relampaguear 8163t